Son las 6 AM de esta gélida mañana patagónica en mi acogedora cocina y afuera no ha dejado de nevar en dos días. Todos duermen mientras yo fuerzo cinematográficamente la escena para disponerme a escribir en la tranquilidad del silencio luego de un periodo sin lograr juntar diez palabras.
“Ayer que mis papás y los doctores me dijeron lo que me pasaba me quedé más tranquilo. Me imaginaba algo mucho peor de lo que me contaron” me cuenta aliviado el desgarbado y moreno niño de trece años como si la gran tormenta negra que veía asomarse tras el horizontes se hubiese transformado en una lluvia.
Son mis primeros cinco reglones coherentes en dos meses. Otra vez la sangre recorre mi cuerpo y me excito. Mis dedos buscan las teclas con avidez.
Christopher padece un cáncer sin respuesta a los tratamientos, ya perdió toda posibilidad de curación y recién ahora entiende con claridad que le queda poco tiempo de vida. Siempre supo que algo no andaba bien, pero nadie se lo había contado sin tapujos hasta el día de ayer. Desde que sus padres pudieron aceptar esta nueva realidad de su hijo y hablar sin restricciones sobre el pronóstico el volvió a dormir en paz y sin dolor gracias al amor de su familia y los analgésicos.
Es como si este bimestre sin palabras nunca hubiera existido y ahora me relajo sintiendo que las palabras brotan con fluidez.
Se define al cerco del silencio como un acuerdo implícito o explícito de alterar la información al paciente por parte de familiares y/o profesionales del equipo de salud con el fin de ocultarle el diagnóstico y/o pronóstico y/o gravedad de la situación.
Me tomo un momento para sorber mi té y gozar de este alivio anhelado. Pero inesperadamente un pánico arcaico invade mi espalda erizando hasta el último pelo del cuerpo. Percibo un peligro no identificado por el rabillo del ojo y mis sentidos se agudizan muertos de miedo. Ahí está! Lo veo pasar desde el horno en dirección al canasto de la ropa sucia. Un diminuto ratoncito que en la acelerada por el susto resbala sobre el porcelanato demorando un instante su huida.
Es completamente habitual que en un instinto de protección hacia al ser amado que está atravesando una enfermedad grave o un pronóstico poco alentador de la misma los familiares sientan que no contar toda la verdad logre ponerlo a resguardo y evitar así una angustia mayor a la que ya le tocó en suerte. Sin embargo lo que suele suceder es que la persona a la que se la quiere proteger con el silencio termina sintiéndose sola y excluida –cercada por el silencio- ya que percibe con claridad que algo le está pasando pero nadie quiere decírselo y evitan hablar del tema.
Estoy aterrado y sin reacción. Mi instinto me dice que me pare, que agarre un repasador que lo atrape, que elimine como sea esa enorme amenaza para mi tribu. Pero no junto el valor suficiente y busco ayuda externa. Mi castrado y senil gato de 16 años no entiende porque lo despierto y arrojo violentamente sobre el canasto de ropa sucia al grito de guerra de “ratón Gabo, ratón… cache Gabo, cache, ratón”. Pega media vuelta y vuelve a enrollarse en el sillón para seguir durmiendo. Está claro, estoy solo en esto.
“Siempre pensamos que no contarle todo era lo mejor para él, para que no ande más preocupado de lo que ya está con todo esto. Pero lo veíamos cada vez mas asustado y entendimos que él tenía derecho a saber lo que le estaba pasando. Y gracias a Dios eso lo hizo sentir mejor, más tranquilo y acompañado por todos nosotros”
Muevo el canasto muerto de miedo y doy un salto hacia atrás como si fuera a aparecer Godzilla. El ratoncito no se asoma ni da señal alguna. Y es el momento donde me siento un idiota y comprendo que el insignificante roedor tiene más miedo que yo que soy diez veces más grande que él y que no tiene la más mínima intención de verme la cara.
Christopher sabe que no se va a curar, pero dice que lo alivia no volver a sentir esos dolores que tuvo cuando todo comenzó no tener que recibir cientos de pinchazos o estar internado lejos de sus hermanos y su perro. Durante este tiempo imaginó aterrado que le estaban ocultando que jamás podría volver a casa.
Y pienso que al final nuestros miedos tienen el tamaño que uno les atribuye, más allá que midan menos que tu mano y no tengan posibilidad de generarte daño alguno. Sosegado regreso a la computadora, aún queda un rato hasta que todos despierten y aprovecho para seguir escribiendo haciendo caso omiso del intruso roedor.
“Mi hijito está en paz y la Virgen me lo acompaña”, cuenta aliviada su madre a pesar de partirse en millones de pedazos su alma de sólo entender que muy pronto Christopher va a dejar de rogarle entre besos y abrazos que lo deje seguir jugando a la Play a pesar de que ya es la una de la madrugada.
Hay ocasiones donde nuestros miedos se agigantan de tal manera que perdemos toda perspectiva y el temor se adueña de nosotros creando una (i)realidad imposible de abarcar.
La fantasía sobre lo que no se dice y se supone suele ser enormemente peor que la propia realidad. La verdad, por más dura que sea, siempre alivia.
Hace algunas noches percibo sonidos extraños en la cocina. Deben ser mis miedos buscando algo de qué alimentarse. Por mí que hagan lo que quieran, yo voy a seguir durmiendo lo más tranquilo.