El Bolsón, 21 de Abril de 2006
Amasó la pasta sin ningún apuro. La estiró sobre la mesada gastada y la espolvoreó con harina. La cocina del comedor comunitario se había transformado en su refugio. El perfume de la leña quemándose en el horno producía un efecto sedante y relajante que ninguna pastilla podía lograr. Con la masa estirada de par en par procedió a cortarla en pequeñas tiritas que en pocos segundos se llamarían fideos.
Se percató que era la primera vez que había pasado mas de diez segundos desde que agarraba el cuchillo hasta que los flashes del horror aparecían en su cabeza. Se quedaba rígido por un lapso de tiempo aparentemente corto. Sin embrago el desandaba paso por paso una pesadilla en la que él era el protagonista y el cuchillo y sus victimas los actores de reparto.
El chisporroteo del ajo saltando en el aceite lo trajo nuevamente a la tierra. Se secó la frente y terminó la tarea. Bajó el fuego y agregó los tomates perita triturados para darle vida a la salsa.
Siempre se había sentido habilidoso para la cocina. Ahora no solo lo hacía lo mejor que podía sino que también era su forma (con sus cuestionadas manos) de agradecer a los que no lo juzgaban por sus errores del pasado. En su introspección había encontrado la manera de devolver toda la confianza que le habían entregado. Cuando creía que todo estaba perdido, vio que siempre es posible volver a construir una nueva vida.
Sacudió los fideos y volvió a espolvorearlos. Sazonó el tuco como lo hacía su abuela cuando apenas caminaba.
Un ronquido profundo y sostenido detrás suyo le arrancó una sonrisa (la primera del día). Provenía de las entrañas de su guardián. Un policía flaco, canoso y bonachón que la provincia le había asignado como custodia en esta seudo libertad que lo tenía atrapado. El chaleco antibalas y el arma reglamentaria estaban en la habitación contigua para que no se impregnasen con el olor de la comida.
Al principio sentía un terrible odio hacia su custodio. Debía seguirlo a sol y a sombra. Fantaseaba constantemente con robarle el fierro o darle un buen saque en la nuca para mandarse a mudar. ¿Pero a donde? Fue un camino sinuoso y pedregoso, pero en la medida que él se fue reconciliando consigo mismo la relación con el flaco se fue aflojando.
La caída del cucharón de madera al piso lo despertó de golpe.
– Me quedé dormidazo. Fue el cumpleaños de la Andreita anoche y nos acostamos tarde. ¡Que buena pinta tiene eso che! A ver… mojáme un pancito gordo.-
El flaco era el único que tenía el punto justo del tuco y el gordo confiaba ciegamente en él.
-Mmmm… gordo, ¡que bueno te quedó papá! Guardáme un poco para que le lleve a Norma que se vuelve loca con tus salsas.-
Poco a poco sus heridas iban cicatrizando. Las imágenes de su noche fatídica eran cada vez menos frecuentes y mas fugaces.
Después de la noche sale el sol…repetía incansablemente cuando sus pesadillas lo atormentaban con insistencia.
Hacía pocas semanas había vuelto a dormir toda la noche de corrido. Incluso había mañanas en las que al despertar recordaba sus sueños. Y no había cuchillos, ni gritos, ni sangre en sus manos.
Se perdió un instante en el sueño de la noche anterior. Caminaba por las montañas que rodeaban su pueblo. El día estaba soleado como pocas veces. Las flores estaban por todas partes y se meneaban suaves con la brisa del mediodía. Detrás suyo sus hijos juntaban piñones del piso y corrían hacia él para mostrárselos.
Puso los fideos en el agua y volvió a evocar su sueño unos minutos mas.
Sacó la salsa del fuego y coló la pasta. Sirvió todo en la misma fuente y encaró hacia el comedor entre los gritos de sus comensales que ansiosos golpeaban los cubiertos sobre la mesa a modo de agradecimiento por recibir de sus calladas manos el alimento de cada día.