-No sabes todo lo que la buscamos a nuestra hijita, dos años la buscamos… y tan pronto se nos fue, pero el tiempito que nos regaló fue el más feliz de nuestras vidas, eso lo voy a llevar en mi corazón para siempre.
Ya pasaron dos semanas desde que Marisa dejó esta tierra, pero para su familia está más presente que nunca. Las fotos desplegadas sobre la mesa, los cuadernos del jardín de infantes, sus juguetes, sus películas.
Por supuesto que estar hablando con sus padres de lo que una niña de siete años ya no será es profundamente conmovedor para cualquier persona. No cabe duda. Pero créanme, que mucho más lo es cuando uno es el que también tiene una hija pequeña, porque tu cabeza se dispara automáticamente para el mismo lado al que se le iría a cualquiera.
“Acá no hay títulos ni razonamientos que me pongan a resguardo. Soy tan padre y humano como ellos”, me digo mientras el corazón se me estruja y el miedo me invade las ideas. Estoy acá, tomando mate, hablando y compartiendo, recapitulando con ellos cada escena desde que le hicieron el diagnóstico hasta sus últimos minutos. Miro fotos y videos… conmovido, asustado.
Cuando comencé mi camino en los cuidados paliativos pediátricos era soltero, y tener hijos no estaba en mis planes. Eso, aunque yo no lo supiera en ese momento, me paraba en un lugar muy diferente al que ahora me toca ocupar: el de paliativista pediátrico y padre. Durante aquellos años tuve la oportunidad de realizar una rotación por el excelente servicio de Cuidados Paliativos de adultos del Instituto de Oncología Ángel H. Roffo. Mi recuerdo es que ese puntualmente fue el momento donde mayor conciencia tomé sobre nuestra frágil y vulnerable condición humana. Personas de mi edad que de la noche a la mañana se enteraban que su cáncer era incurable. Tipos como yo que hasta el día previo a enfermarse pensaban que algo malo era que la grúa les lleve el auto o que les roben la billetera.
Acompañar a niños enfermos y a sus familias era tarea difícil, por supuesto, pero no era exactamente lo mismo; yo ya había sobrevivido a mi niñez.
En el video que me muestra su mamá, Marisa tiene seis años. Juega carreras con su hermana menor, se empujan, se hacen trampa, se descostillan de la risa.
“Esto fue dos meses antes de que le hagan el diagnóstico”, me dice su papá.
Desde que fui padre el mundo cambió para siempre, pero sobretodo mi manera de vivir la profesión.